José Monteiro

Imaginando el futuro con un reloj tecnológico que va por delante

Por José Monteiro, CEO de The Game Changers Lab

Si hubiera que elegir una palabra para describir este momento, sería “vértigo”. No porque el futuro sea más incierto que antes —siempre lo ha sido—, sino porque, por primera vez, la técnica ya no nos permite domesticarlo. A lo largo de la historia, cada nueva herramienta amplió nuestra capacidad para prever, diseñar y representar lo que venía. Esas herramientas nos daban una cierta tranquilidad: la sensación de que, si entendíamos la tecnología, podríamos entender el futuro. Hoy ocurre lo contrario: la tecnología avanza más rápido de lo que somos capaces de procesar y nos empuja hacia un mañana que todavía no alcanzamos a imaginar del todo.

La irrupción de la inteligencia artificial generativa, y su democratización casi instantánea, ha comprimido los tiempos. Lo que antes avanzaba paso a paso ahora progresa a saltos. Herramientas que hoy parecen revolucionarias mañana ya se integran en el paisaje, como si siempre hubieran estado ahí. Este ritmo crea una especie de agujero negro temporal: un cambio tan intenso que altera la propia realidad del tiempo empresarial, económico y social.

En España muchas organizaciones llevan años invirtiendo en sistemas de información, en datificación, en talento digital y en proyectos de IA. Sin embargo, la sensación extendida es que la curva del cambio ha dejado de ser gradual para convertirse en casi vertical. Lo verdaderamente disruptivo es que ya no hay tiempo para aprender: ni de lo que funciona ni de lo que fracasa. Esto ocurre tanto en las empresas que adoptan tecnología como en las que la desarrollan y la empujan al mercado a un ritmo que apenas permite la asimilación. Las decisiones se toman sobre la marcha y las lecciones caducan antes de transformarse en conocimiento útil.

En este contexto, el progreso digital exige un cambio profundo de mentalidad. Ya no se trata de ir añadiendo capas tecnológicas sobre estructuras heredadas, sino de repensar los procesos desde una hoja en blanco, departamento a departamento. La revolución de la IA no empieza en el despliegue de herramientas, sino en la reimaginación: en preguntarnos cómo sería nuestra organización si pudiéramos diseñarla hoy sin el peso de la inercia. Y hacerlo apoyándonos en culturas empresariales capaces de sostener este estado casi permanente de rediseño.

Ese “volver a empezar” define bien el momento actual. Algunas compañías ya ensayan escenarios límite: imaginar empresas del futuro con estructuras humanas muy ligeras, apoyadas en agentes de IA capaces de asumir una parte significativa de las tareas que hoy asociamos a equipos completos. La tecnología deja de ser una capa y se convierte en el terreno sobre el que se construye el negocio. No se trata de prescindir de personas, sino de redistribuir responsabilidades y repensar dónde aporta más valor lo humano y dónde lo hace lo automático.

Lo vemos cada semana en The Game Changers Lab, que desde hace seis años se ha convertido en la casa de la inteligencia colectiva aplicada a la empresa, donde centenares de directivos de las principales compañías de España exploran, debaten e imaginan en común. La IA aparece en casi todas las conversaciones estratégicas: cómo seleccionar los casos de uso con mayor impacto, cómo prototipar productos en ciclos mucho más cortos, cómo automatizar operaciones o rediseñar servicios que antes exigían estructuras muy pesadas. La pregunta ya no es “qué podemos hacer con la IA”, sino qué tipo de organización tiene sentido cuando la ejecución deja de ser el cuello de botella. El foco se desplaza del “con qué” al “para qué” y al “cómo”.

Esta reflexión enlaza con el escenario AI-2027, desarrollado por el investigador en gobernanza de IA Daniel Kokotajlo. Su análisis plantea algo que, hasta hace muy poco, parecía ciencia ficción: la llegada inminente de constelaciones de agentes con poderes sobrehumanos en tareas específicas. No hablamos solo de herramientas más rápidas, sino de sistemas capaces de operar a escalas de información, precisión y velocidad que se sitúan fuera del alcance humano. Agentes que dejarán de ser asistentes puntuales para convertirse en una infraestructura cognitiva paralela, siempre activa, capaz de multiplicar nuestra capacidad de análisis y acción por órdenes de magnitud.

La conclusión que se desprende de este escenario es incómoda, pero ineludible: las organizaciones que intenten sobrevivir a base de remiendos y parches no podrán seguir el ritmo de esta nueva realidad.Desde mi perspectiva, esto convierte a los próximos años en algo más que una fase de transición. Es un examen silencioso a nuestro criterio, a nuestra capacidad de conversación y a nuestra valentía colectiva. Estamos obligados a imaginar de nuevo qué es una empresa, qué significa liderar y cómo queremos relacionarnos con tecnologías que, en muchos aspectos, tendrán capacidades superiores a las nuestras.

Lo que viene nos pedirá estar a la altura, no solo por competitividad, sino por responsabilidad. Las decisiones que tomemos ahora, en este tiempo comprimido en el que el reloj parece ir por delante, configurarán el mundo empresarial y social que heredarán las próximas generaciones. Tal vez no podamos desacelerar el futuro, pero sí podemos decidir cómo queremos llegar a él. Y ahí, todavía, tenemos mucho que imaginar.

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