Inteligencia artificial

IA y sector público

Por Francisco J. Fernández Romero, Socio-Director Cremades-Calvo&Sotelo

El lanzamiento de ChatGPT ha despertado un renovado interés por la inteligencia artificial que ha sido capaz además de borrar de un plumazo muchas incredulidades. La sensación hasta ahora era que la inteligencia artificial era inteligente ma non troppo. Sin embargo, el nuevo sistema de chat desarrollado por la empresa OpenAI ha popularizado lo que era bien conocido por todos los especialistas y los que tenemos contacto con ellos: que los sistemas conversacionales no solo son ya capaces de dar respuestas acertadas y completas, expresándose de una forma bastante natural y buscando en poquísimo tiempo información y fuentes a las que nosotros tardaríamos en acceder durante horas, sino que llegará un momento en el que será prácticamente imposible de distinguir si un texto o una respuesta oral procede de una persona o una máquina. Es más, es posible que podamos llegar a preferir, en aras de la eficacia y el rendimiento de nuestra consulta, que nuestro interlocutor sea una máquina. 

Los sistemas conversacionales son en todo caso, y como suele decirse, la punta de un iceberg que debemos tratar de vislumbrar en su integridad. El desarrollo de textos y la atención al cliente son aplicaciones muy claras de los sistemas conversacionales que generan mucho interés y atraen la expectativa de la opinión pública. Pero los campos de aplicación son muchos más vastos y es en el almacenamiento, gestión y explotación de los datos para múltiples usos donde tiene su mayor potencial de rendimiento y capitalización, como por otra parte ya nos han demostrado de sobra los grandes gigantes digitales que viven de la economía de la atención. En definitiva, la Inteligencia Artificial nos abre un generoso universo de diversas e interesantes posibilidades, pero es como Inteligencia del Dato como se muestra de una forma más prometedora para el interés general.

 Y, sin embargo, la gestión pública ha vivido hasta ahora bastante de espaldas al diseño y desarrollo de una estrategia del dato. Es bien conocido que las administraciones recopilan en su actividad cotidiana cantidades ingentes de información base (raw data), es decir datos sin procesar. Sin embargo, estos datos no son aprovechados ni rentabilizados, dicho lo de rentabilizar sin una connotación necesariamente mercantil (que en la gestión pública no procede). Se trata de otra rentabilización diferente a la que, en cualquier caso, nos referimos: el uso de los datos para soportar modelos de toma de decisiones fundamentadas que mejoren la planificación pública; para agilizar y desburocratizar los trámites burocráticos, evitando al ciudadano duplicar su información ante diferentes administraciones; para mejorar los servicios públicos y el acceso a estos por parte de los ciudadanos; y un largo etcétera.

En definitiva, hace falta que, desde una visión unitaria y centralizada por parte de las diferentes administraciones, haya un equipo dentro de las mismas que reflexione sobre qué datos manejan y qué pueden hacer con ellos. Dicho de otra forma, que en cada uno de los diferentes niveles territoriales, se ponga en marcha un plan de administración, gestión y análisis de datos bien concebido, diseñado, gestionado y actualizado por un equipo de expertos, que tenga como único foco principal como mejorar los servicios a los ciudadanos y cómo hacer que los impuestos que pagamos todos por estos servicios tengan un destino más eficiente a través de una mejor planificación y desarrollo de las políticas públicas.

Para ello es necesario pasar de un enfoque pasivo a un enfoque proactivo en la estrategia de datos. Las administraciones deben dejar de contemplar los datos como un repositorio de información que simplemente se captura, se registra y se almacena. Tener una estrategia de datos significa vincular estos datos con los propios procesos internos y los objetivos de la planificación pública, es decir, con poner el dato en el centro de la estrategia y el servicio público.

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